Nací en un mundo que no tenía
prisa y giraba más despacio, con la aguja del tocadiscos marcando el ritmo de
los días. Gracias a mi padre, que siempre nos ponía música los domingos por la
mañana, descubrí a Domenico Modugno y a Elvis Presley. Gracias, papá. Crecí
entre cables de teléfono enredados, con
llamadas interminables con mi mejor amiga, con la que hablaba de todo y
de nada.
Escuchaba en la radio a
Alphaville y Spandau Ballet y esperaba a
que el locutor dejara de hablar para grabar sus canciones en mi cinta de
cassette, junto a otras de Queen, Michael
Jackson y Madonna. Me las ponía en bucle, una y otra vez, en mis walkman.
Mi primera vez en el cine me
atrapó para siempre. Gracias a Flashdance, renové mis votos con la danza y me
compré unos calentadores que nunca me quitaba. Ni siquiera para dormir. E.T me
hizo llorar de una manera que ni yo comprendía y me enamoré de Clark Kent en
cuanto lo vi vestido de Superman. Él fue mi amor de juventud.
Mi madre nos llevaba al cole en
un 850 blanco sin gps, que me parecía el coche más molón de la época. Los
veranos eran largos y los días de playa, infinitos.
Pobre de mí, que no vi venir la
revolución tecnológica que nos iba a invadir de manera implacable.
Cuánto añoro las tardes de jugar
en la calle y de merendar pan con nocilla.