Toca hacer las maletas. Ha
llegado el momento de recoger todas esas gotas de verano que han perfumado mis
días de felicidad. Tiempo de guardar cuidadosamente esos días lentos en los
que no miraba el reloj y el mundo giraba más despacio. Y cómo olvidar las
siestas, cuando el calor del sol se colaba por la ventana y me envolvía en un
abrazo pegajoso y placentero.
Ahora, mientras doblo las toallas
aún impregnadas de arena, pienso en cómo llevarme conmigo ese mar, ese azul
intenso y profundo que parecía un refugio seguro. Lo contemplaba durante horas,
dejando que su inmensidad calmara mis pensamientos, que el susurro de las olas
me acunara.
Es tiempo de guardar los
sombreros de paja, las gafas de sol que han visto mil atardeceres dorados y las
chanclas que caminaron por la arena ardiente. La brisa marina se despide con un
suspiro, mientras el eco de las gaviotas se desvanece en el horizonte. Aún han
caído granos de arena del último libro que he metido en la maleta.
El cambio de armario se abre paso.
Los bañadores y pareos, protagonistas de días de sol y de sal, vuelven a sus
cajones, esperando pacientemente el próximo verano. La vuelta a casa implica
también despedirse de las noches estrelladas sin prisa, de los paseos al borde
del agua cuando el sol se hundía lentamente, pintando el cielo de naranjas y rosas.
Y aunque el verano queda atrás,
me llevo un tesoro de valor incalculable: el recuerdo de días luminosos, de
momentos sencillos y felices que me acompañarán cuando la rutina se imponga. La
maleta se cierra, pero dentro queda guardado un pedazo de ese mar, de ese azul,
de esa paz que sé que volveré a encontrar, aunque sea en mis recuerdos.
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