En
los 80 pensábamos que lo mejor estaba por llegar. Que con el año 2000 y el
cambio de siglo nos convertiríamos en modernos, así como por arte de magia, que
conviviríamos con robots, que el nuevo siglo nos traería nuevas tecnologías. Que el futuro nos haría más felices. Y nos creímos esa fantasía.
En
el año 2015 puedo afirmar dos cosas: que prefería los 80 y que maldigo la
modernidad.
Somos
tan modernos, que ya no escribimos a mano. Ya no enviamos cartas ni postales. Y
como cuando hemos de escribir algo, nos lo escribe un tercero, llámese teléfono
móvil u ordenador, hemos descuidado la ortografía de una manera sangrante. Y la
gramática. Escribimos poco y mal. Pero qué modernos somos, oiga.
De
tan modernos, nos hemos pasado de largo. Salimos a trabajar para poder pagar
una canguro que se ocupe de nuestros hijos. Lo comido por lo servido. Pero
claro, no hay que quedarse en casa a cuidar de los hijos, que eso no es
moderno. Y, claro, con lo poco que los vemos, ¡cómo los vamos a castigar!. Les
decimos que sí a todo, que es más fácil y cansa menos. Y luego, cuando en el
cole nos digan que nuestro hijo no acepta un no, iremos a quejarnos y a pedir
explicaciones. Y que no se pongan chulos,¿eh? que algunos denuncian por menos.
Somos
tan modernos que los niños de ahora nos salen hiperactivos. O con déficit de
atención. O con las dos cosas: trastorno de déficit de atención con
hiperactividad. Ya es una patología. O violentos. O todo junto. Les cuesta
poner atención, en teoría. Aunque yo los veo más como víctimas de un déficit de
atención ajena. Qué difícil recibir atención de padres ausentes. Pero modernos,
eso sí.
Hubo
un tiempo, no muy lejano, en que utilizábamos el verbo “desconectar” en sentido
figurado. La modernidad nos ha impuesto estar conectados el máximo de tiempo
posible. Pero no entre nosotros, no. Conectados a máquinas, ordenadores,
tablets, teléfonos móviles. Nos relacionamos entre nosotros de manera virtual,
a través de dispositivos con Internet. Internet imprescindible, eso sí. Porque
hemos de poder publicar en las redes todas nuestras actividades. Ésas cuyo
conocimiento es de vital importancia para nuestros amigos y conocidos: que he
ido a correr y he mejorado mi marca, que estoy en el AVE, que cumplo 3 meses
con mi novio, que he desayunado yogur con muesli. Y así, hasta el infinito.
Aunque
pueda parecer una paradoja, estar conectado es el estado máximo de
desconexión. Nos aleja del mundo real,
de personas reales, de momentos reales. Nos encerramos en nosotros mismos y
cada vez estamos más aislados, a pesar de estar permanentemente conectados. Esa
conexión es ficticia y maligna. Y crea dependencia. Otra patología de la
modernidad.
Claro
que Internet es un gran invento, eso es indiscutible. Ese acceso inmediato a
todo tipo de información no tiene precio. Pero el consumismo compulsivo y
absurdo ha llegado también a Internet.
Me
preocupa que esta nueva forma de relacionarnos sea incluso más nociva de lo que
parece. Es difícil nadar contra corriente, pero hay que intentarlo. Porque en
30 años nos hemos cargado un modelo de vida, de familia, de educación y, lo que
es peor, nos estamos cargando el sentido común.
Los
que creíamos que la esclavitud había sido abolida estábamos equivocados. Ahora
somos esclavos de nuestra frivolidad, nuestro exhibicionismo y nuestra
sinrazón. Muy modernos, eso sí. Pero esclavos, al fin y al cabo.
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