Da igual de dónde soy. O dónde vivo. O dónde nací. Nací en una ciudad, crecí en otra, y he acabado viviendo en la misma donde nací. Pero ninguna de las dos me define. Las dos forman parte de mi vida, pero no definen lo que soy ni lo que siento. También podría haber vivido en Nueva York, Ámsterdam o Nueva Delhi. Y aun así, seguiría siendo yo.
Veo
el conflicto entre catalanes y españoles y me duele ver dónde hemos llegado. ¿En
qué momento perdimos la perspectiva y la cordura? ¿Cuándo decidimos que lo mío
vale más que lo tuyo y que no hay nada más que hablar? Difícil llegar a
acuerdos cuando los prejuicios son tantos y las ganas de entenderse, tan pocas.
Todos quieren tener la razón. El choque
de egos es evidente. ¿No será que nos estamos dando demasiada importancia? Los
unos y los otros.
Ser
catalán o ser español. Ser o no ser. Ésa es la cuestión. La eterna cuestión. Según
los primeros, no se puede ser las dos cosas a la vez. Hay que elegir. Mal. Según los segundos, se puede ser español de
muchas maneras, a excepción de una: siendo catalán. Mal también. Los unos y los
otros.
Recapitulemos,
pues. Una gran cantidad de catalanes exigen su derecho a decidir, democrático
según ellos. Decidir qué son, cómo son y dónde quieren pertenecer. Y para ello,
proponen votar. Pero el gobierno del PP prohíbe esa votación, aferrándose
también a la democracia, que agoniza en su lecho de muerte, la pobre. La han
pisoteado tantas veces, los unos y los otros, que cada vez le cuesta más
recuperarse. Y lo que es peor: reconocerse.
Como
ciudadana de ninguna parte y de todas a la vez, tengo la impresión de que el
gobierno del PP tiene miedo. Pero no hay nada que temer: los catalanes han
demostrado ser gente de paz: se manifiestan de manera cívica y ordenada.
Ejemplar, incluso. Y solo reclaman lo que consideran que se les quiere
arrebatar: su identidad. Pero en esto creo que se equivocan. Nadie puede
arrebatar a otro su identidad. Su esencia. Nuestra esencia es intrínseca a
nosotros, no depende de nuestro contexto geográfico ni de nuestra bandera. Nadie
me puede arrebatar lo que siento. Y lo que siento es lo único que me define.
Votar
o no votar. Ahora la cuestión es otra. Si tener un gobierno democrático implica
dar la voz al pueblo, los catalanes deberían poder votar. Pero el marco legal
actual lo impide, según el gobierno del PP. Cada uno se aferra a lo suyo. Como
si les fuera la vida en ello.
Pero
si tienen razón los unos o los otros, eso es lo de menos. Una vez oí a alguien,
inmerso en un conflicto, que decía a su terapeuta “Pero es que la razón la
tengo yo”. A lo que el terapeuta respondió “Tú ¿qué quieres? ¿Ser feliz o tener
razón?”. El paciente respondió con otra pregunta “¿Es incompatible lo uno y lo
otro?”. La respuesta fue “Muchas veces sí.” Creo que este diálogo representa
muy bien lo que nos está pasando.
Esperar
que los unos se pongan en el lugar de los otros parece una aspiración poco
realista. Pero aspiro a que se escuchen sin prejuicios, que intenten
comprenderse, que busquen juntos una solución. Que dejen de aferrarse a ideales
que, quizás, no lo son tanto. Que dejen de bombardearnos con sus mensajes enquistados.
Y que nos dejen en paz. Los unos y los otros.
Me
permito citar a Shakespeare para finalizar, con la esperanza de recuperar, ni
que sea un poco, la perspectiva. Esto es lo que decía Macbeth sobre la
trascendencia, mejor dicho, intrascendencia, de nuestras vidas :
“El
ruido y la furia de toda existencia humana suma cero. Nuestra existencia no es
más que el destello de una breve llama.”
Noviembre
2014
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